jueves, 16 de enero de 2014

RELATO DE UNA EMPRESA



De todos los lugares, este banco de madera bajo el porche del tanatorio de Pinos Puente es el que más me gusta. Pienso que estos jardines son, para mí, lo que Tara para Vivien Leigh en “Lo que el viento se llevo”. Son muchos los años de esfuerzo y perseverancia, que han dado lugar a PALMAVALEN; una empresa, toda una aventura comercial que comenzó en 1896, en una modesta carpintería de la calle Colindras, la de mi abuelo, casi por casualidad.
Será el olor de estas tablas sobre las que me siento el que me lleva a recordar aquellos días remotos en los que, siendo yo un niño, observaba a mi abuelo arreglando los dientes de madera de los bieldos, con un gran cuerpo encorvado y unas gafas metálicas descansando sobre su aguileña nariz. Una doble coincidencia, trabajar la madera y que la muerte no descansa, es la que forzó el nacimiento de esta empresa. En aquellos años no existían las fábricas de ataúdes, por lo que eran los carpinteros los encargados de fabricarlas y en esto mi abuelo, Francisco Palma Ariza, alcanzó un gran prestigio, hasta el punto de que el Ayuntamiento de Íllora, en el año 1910, le encargo la confección de una “caja de las ánimas” por la que cobró diez pesetas. Aquellos años eran de una gran miseria y pobreza, tanta que había vecinos que no tenían ni para pagarse un sencillo ataúd, por lo que era el Consistorio el encargado de proveer dicho servicio. Para ello se utilizaba la “caja de las ánimas” que se usaba de un modo muy peculiar; contaba con un rústico mecanismo de resortes metálicos que cuando se accionaban abrían el fondo del habitáculo a modo de trampilla, quedando el cadáver del difunto sobre la tierra de la sepultura, “a pelo”. Como dicho ataúd, ya vacío, era llevado de vuelta al Ayuntamiento y guardado en sus dependencias para usos posteriores, fue apodado por el vecindario como “caja galga”, porque daba más carreas que un galgo.
Los hijos de mi abuelo, es decir mi padre y sus cuatro hermanos, heredaron de él su espíritu emprendedor y a las afueras de Íllora, en el lugar conocido como “Las Caballeras”, ocupado hoy en día por varias viviendas que hacen esquina con las calles Puntales y Avenida de San Rogelio, los “Palmas” instalaron una especie de “holding” empresarial en el que mi padre, Andrés, y mi tío Francisco trabajaban como carpinteros; mi tío Antonio era carretero; y José, herrero; la única hermana, mi tía Francisca, tenía también grandes dotes de mando, pero por las exigencias de la época, se tuvo que dedicar a sus labores.
Mi padre, continuando con la tradición familiar, quedó encargado de hacer los ataúdes que, como ya he dicho antes, se realizaban por encargo y en el mismo momento del fallecimiento. Quiero decir con esto que si alguien llegaba, por ejemplo, a las tres de la mañana, avisando de que un familiar había muerto, mi padre se levantaba inmediatamente y comenzaba la preparación del arca, eso sí, con la inestimable ayuda de su único hijo varón, es decir yo, el mismo que narra y escribe. Y como niño que era, no acertaba a comprender por qué esperaban a la hora de la muerte (amén) para encargar el féretro y no lo hacían con más antelación, a una hora menos intempestiva. Más tarde lo supe; no era posible, ni prudente, medir a la suegra antes de morir.
Los familiares medían la estatura del cadáver con una cuerda desde los pies hasta la cabeza, siendo esta la referencia que mi padre utilizaba para que la longitud de la “caja de muerto” fuera la correcta. Esto daba lugar a muchas anécdotas y situaciones divertidas. En cierta ocasión murió un vecino de Íllora y un familiar se presentó en la carpintería de mi padre con la cuerda de la medida. Horas después, cuando ya estuvo fabricada, yo mismo fui a avisar para que la recogiesen. Pero el que se personó fue otro familiar distinto que traía su propio patrón, porque no se fiaba del primer tallaje. Cuando éste fue a comprobar el tamaño del arca justificó que sus sospechas eran fundadas, la caja era demasiado pequeña. Así se lo hizo saber a mi padre, que se extrañó, pues conocía al difunto y, acostumbrado como estaba a calcular medidas a “ojo de buen cubero”, no lo recordaba tan alto. Ante tal contrariedad, recomendó que se volviese a tallar al fallecido, y así lo hicieron. Pero en esta segunda comprobación el asunto siguió sin aclararse pues las cuerdas respectivas de ambos familiares seguían sin coincidir. Como la diferencia entre las dos medidas era de más de veinte centímetros, mi padre decidió acompañarlos y hacer la medición personalmente, descubriendo así el error. Resultó que uno de ellos, debido a los nervios que le entraban al acercarse al cadáver, colocaba la cuerda a lo largo del lado izquierdo del cuerpo, pero rodeando la cabeza del mismo hasta su oreja derecha. Cuando hallaron donde estaba el fallo, por fin pudieron amortajar en el féretro al tallado. Perdón, quiero decir al finado.
Ahora, los entierros son todos iguales y la mayoría de los ataúdes que tenemos en el almacén son parecidos, a excepción de unas cuantas urnas más exclusivas (como curiosidad diré que disponemos de uno de los modelos más lujosos del mercado, que por cierto nadie elige porque es insultantemente caro, pero que a pesar de ello y según las imágenes ofrecidas por televisión fue el usado, recientemente, para el entierro de un conocido anciano, famoso político de la izquierda de toda la vida, eso se llama predicar con el ejemplo). Sin embargo, en aquellos lejanos tiempos existían distintas categorías de entierros, al menos cuatro tipos que yo recuerde.
El primero y más humilde era el de aquellos que utilizaban la “caja de las ánimas” que ya he descrito.
El segundo y más usual entre los vecinos, constaba de una caja de listones de madera que se tintaban de negro para darle un aspecto más elegante.
El tercero era un poco más sofisticado y para gente más pudiente pues, además de la madera tintada, el interior se forraba con una tela negra y su borde superior se adornaba con un filito dorado de pasamanería, lo que encarecía la confección del ataúd.
Un cuarto rango, que merece mención aparte en esta jerarquía, era el de los entierros “a pino solemne”, exclusivos de los miembros de la clase alta, que se escapaban a las posibilidades de nuestro emergente negocio y que por este motivo eran realizados por una funeraria de Granada que desplazaba a Íllora una pomposa carroza fúnebre tirada por corceles negros adornados con penachos.
Además, dependiendo de la categoría del entierro, la complejidad del cortejo fúnebre variaba en el número de monaguillos y acólitos que acompañaban al cura y también en la cantidad de velas y candelabros, y en el catafalco que se utilizaba en la misa de funeral. Incluso, los de más categoría incluían una cantidad variable de “pobres” pagados a jornal que lloraran durante todo el cortejo fúnebre.
Cuando en la actualidad nos desplazamos a cualquier punto de la provincia, en apenas minutos, parecen prehistóricos aquellos tiempos en los que los funerales se convertían en verdaderas expediciones. Singular caso era el de los habitantes de los cortijos que tenían que desplazarse andando hasta Íllora hasta cuatro veces: la primera con la famosa cuerda, para encargar la caja, acordando con mi padre una hora de recogida; una segunda vez para recoger el féretro, que era transportado “a hombros” o con un mulo sobre el que se colocaban dos sacos de paja, uno a cada lado, que servían de plataforma para atar la caja vacía y llevarla hasta el cortijo. Después de toda la noche plañendo, como era la costumbre, hacían una tercera travesía, en esta ocasión para el entierro. Bajaban hasta la Iglesia de Íllora con la caja a hombros, si la comitiva era numerosa, o en unas parihuelas de madera; las mismas que se usaban en el campo para recoger piedras. Claro está, en el caso de que las condiciones climatológicas lo permitieran porque si llovía o nevaba, tenían que esperar en el domicilio y retrasar el entierro hasta que los caminos volvieran a estar transitables, en ocasiones hasta varios días.
En la actualidad, como decía, todo se resuelve en un par de horas sin embargo en aquel entonces el acontecimiento funerario se eternizaba, todo eran inconvenientes: casas pequeñas, la mucha gente que acudía a “cumplir”, el calor…, el frio… y lo peor, la lluvia.
En una ocasión, una tormenta sorprendió a un cortejo fúnebre que venía de los cortijos con una caja tintada en negro, de las correspondientes a la segunda categoría. A ese entierro acudí yo de jovencillo, pues conocía a la familia del fallecido, y recuerdo perfectamente el estupor de los presentes en la iglesia cuando llegaron los porteadores del arca mortuoria chorreando y con la cara negra. Y es que el agua había despintado la caja y los chorreones de tinte habían ido a parar a todos los que llevaban el féretro sobre sus hombros. La gente huyó despavorida ante semejante aparición, quedando el templo vacío en cuestión de segundos.
Cuando acababa la misa de “cuerpo presente”, los familiares se disponían en el altar mayor para recibir el pésame de los asistentes, que solía ser todo el pueblo. A continuación quedaba el paseíllo desde la iglesia hasta el cementerio en el que sólo participaban los hombres. Este último tramo se hacía con la presencia del sacerdote acompañado de dos o más monaguillos con hisopo y agua bendita, que lucían capa y trajes negros especiales para la ocasión. Al llegar al final de la calle Tras Castillo los dolientes se colocaban para recibir un nuevo pésame, tras el que se dirigían, ya definitivamente, hasta el cementerio. Esta costumbre de la parada en este cruce de caminos, la quite yo, pues los entierros se hacían interminables. Una vez en el cementerio quedaba el trámite de darle sepultura, la mayoría se realizaban en tierra, en una profunda fosa que los familiares habían excavado el día de antes. Se introducía el ataúd con dos largas cuerdas y a continuación todos los familiares y amigos se turnaban con
las azadas y escardillas para cubrirlo de tierra, entrañable momento de solidaridad y colaboración que hoy en día nos parece increíble.
Desde el principio fui a lo práctico, porque gustarme el negocio no es que me gustara mucho. Yo adoraba el campo, pero otra vez la casualidad actúo para que hoy pueda estar aquí sentado, en este jardín que hace más fácil, si eso puede ser, y un poco más agradable si cabe, este trance de la muerte, al que nosotros nos dedicamos mediante nuestro trabajo. Como decía, todo fue mera casualidad pues yo era agricultor, pero a la muerte de mi padre la gente comenzó a buscarme cuando alguien fallecía. Años antes de morir, mi padre ya no hacía artesanalmente las arcas mortuorias sino que las encargaba en una fábrica de Rivadavia, un pueblo gallego. Llegaban en tren hasta Santa Fe y desde allí “Teruel”, el funerario de esta localidad, las distribuía. Encargaba, lógicamente, varias cajas de una vez y así fue como se hizo de una pequeña exposición que quedó tras fallecer él. No me podía negar a servir a los que me necesitaban y esta costumbre, de venir a la casa de Palma a buscar las “cajas de muerto”, se convirtió en oficio y este oficio en nuestro medio de vida, que nos ha hecho pasar malos momentos pero también buenos, como los que transcurren en las comidas de empresa o en las inauguraciones de alguna de nuestras instalaciones, o el que me proporciona la satisfacción de ver aparcada una de nuestras furgonetas en cualquier lugar. No puedo evitar sonreír al verlas. Ahora es más o menos fácil adquirir un vehículo, pero en aquel entonces comprar el primer coche fue casi un milagro. Corría el año 1975, llevaba dos años al frente de
lo que ya podíamos considerar un negocio más o menos formal, y otro funerario se instaló en Íllora con la propaganda de que haría los entierros con coche fúnebre. Ya que había llegado hasta aquí no podía consentir que todo el esfuerzo de mis antepasados se fuese por tierra, así que ni corto ni perezoso me fui a “La Soledad”, que era la funeraria más prestigiosa por aquel entonces de Granada, y propuse a su director, el señor Basilio, comprarle un coche de segunda mano a lo que él me contesto que era imposible, que yo no podía comprar un coche viejo, sino que tenía que adquirir uno nuevo. Este consejo me provocó una carcajada, yo no tenía dinero para esta empresa, a lo que él me replico: “Yo también carezco de dinero, pero tengo un bolígrafo con el que firmar un aval”. Y así fue como dimos otro paso en la modernización de la Funeraria Palma.
Esta innovación no afectó a los clientes, gentes de bien pero con férreas costumbres, que continuaron porteando al difunto en hombros. Yo los seguía con mi flamante “Seat 131 supermirafiori” vacío, hasta que un día, la fastidiosa lluvia mostró lo práctico de contar con un vehículo para llegar hasta el cementerio.
Pienso que fue casi un milagro que aquella historia funcionara. El coche, uno de los seis o siete que había en la provincia, me abrió las puertas de casi todos los pueblos que estaban a cincuenta kilómetros a la redonda de Íllora. Solo podía con casi todo, aunque a veces tenía que pedir ayuda a los vecinos, especialmente a nuestro amigo Evaristo que de tantos apuros me sacó. He de decir que nada de esto hubiese sido posible sin mi esposa, Lola. Ella es la que más ha padecido la esclavitud de este negocio. La laboriosidad de mi mujer andaba a la par con la mía, siempre desde casa, pues aquí era donde llamaban o donde acudían cuando necesitaban de nuestros servicios. Cuando compramos el primer teléfono móvil, un aparato con las dimensiones de un ladrillo, ella ya estaba demasiado delicada de las piernas para entrar y salir a gusto.
Ahora, la plantilla consta de siete personas pero entonces ella y yo nos bastábamos y nos sobrábamos, a veces desde el amanecer y hasta muy entrada la noche. Todo trascurría así: Un familiar o vecino de la persona que fallecía venía a escoger la caja, de esto se encargaba Lola, si yo estaba en el pueblo cargaba el ataúd con ayuda de algún transeúnte que pasará en aquel momento cerca y me iba al domicilio a preparar la capilla ardiente. Había veces que estaba haciendo otro servicio o en mi verdadera pasión, el campo, y entonces Lola mandaba a alguien para que me avisara o, a partir de 1980, me llamaba a través de la radio-emisora: “Paco, Paco, ¿me escuchas?, cambio…” y yo regresaba para hacerme cargo. Si mi vuelta se demoraba, los mismos familiares se llevaban la caja a hombros. A veces, era yo el que la llamaba “Lola, Lola, ¿me escuchas?, cambio…” y ella me respondía invariablemente “Si, te escucho… Y no pasa nááá…”, respuesta clave para que continuara yo tranquilo con las faenas del campo. Como semejantes diálogos se hacían en voz más que alta, todos los paisanos que se encontraban a varios kilómetros a la redonda, quedaban enterados.
Cuando se aproximó el momento de la jubilación planteé a mis dos hijos la posibilidad de traspasar el negocio si ninguno de los dos se ponía al frente de la funeraria, cada uno sopesó su situación laboral. Mi hijo mayor tenía claras sus aspiraciones en el mundo de la docencia, gracias a Dios y con no poco esfuerzo va consiguiendo todo lo que se ha propuesto. Mi hijo menor, que por entonces trabajaba en otro sector, decidió que merecía la pena continuar con un negocio de cerca de cien años y así fue como se trasladó aquí al pueblo y se puso al frente de la empresa con el ímpetu que da la edad. No confiaba mucho en él, por su carácter distraído. Quedó en simple anécdota el día en que al llegar al cruce de caminos, que antes he mencionado cuando hablaba de la costumbre del pésame, en vez de continuar rumbo al cementerio giró en dirección a la cochera del negocio y toda la comitiva lo siguió extrañada, hasta que alguien hizo caer en la cuenta a mi hijo de su confusión y allí mismo hicieron todos, el coche y los dolientes, un cambio de sentido, camino, esta vez sí, del cementerio.
Otra de las anécdotas protagonizadas por mi hijo fue una ocasión en que, sin yo tener conocimiento alguno, para dar una ronda a unas muchachas de Obéilar, cargó en la parte de atrás del coche fúnebre, el Seat supermirafiori, a toda la “Tuna de la Facultad de Ciencias de Granada” con sus respectivos instrumentos. Cuando, en plena ronda, llegó al lugar un hermano de las muchachas rondadas y vio el coche fúnebre aparcado en la puerta de su casa, pensó que se había muerto su abuela que se encontraba un tanto pachucha, no siendo difícil deducir el desenlace del episodio que acabó como el “Rosario de la Aurora”.
         Como iba diciendo, tras la incorporación de mi hijo a la empresa, lo primero que hicimos, aún estando yo al frente, fue el tanatorio de Íllora, hace ya casi quince años. Cuando estaba en construcción, cada vez que alguien moría, los familiares se lamentaban de que no estuviese acabada la obra para poder velar allí al difunto, pero una vez inaugurado, los usuarios, caracterizados por una marcada tradición, sobre todo en este tema que nos ocupa, el de la muerte, fueron reacios a utilizarlo. Tendrían que pasar varios meses hasta que uno se decidió a sacar al “muerto” de su casa para velarlo allí, algo por lo que fue muy criticado. Pero las tornas cambiaron tan rápidamente que poco tiempo después al que criticaban era al que llevaba a cabo el velatorio en el domicilio. 
          Dicen que las casualidades no existen y quizá esa pasión mía por la agricultura no haya sido gratuita en el rasero del caprichoso destino pues todo lo que invertí en olivos ha servido, en esta nueva generación de funerarios, para modernizar este negocio familiar que, gracias a las tierras, se ha convertido en una moderna y próspera empresa que cuenta en la actualidad con un horno crematorio, cinco tanatorios más otro en construcción, el respeto de prácticamente todas las compañías de seguros con las que trabajamos cordialmente, con tres modernos coches fúnebres, dos furgonetas y ocho familias que viven de su empleo en esta casual empresa de la que me siento tan orgulloso aquí, sentado en este banco bajo el porche de este tanatorio de Pinos Puente.